Te
miré...
Grácil,
sigilosa, sin que apenas advirtieras mi presencia en tu alma, la
rocé, la toqué, la besé, y ella me sonrió...
Siempre
tuve el absurdo desatino de ser invisible ante la vida, ante los
acontecimientos que los demás observaban expectantes, tal vez era yo
quien no se daba la oportunidad de permitir que ellos me vieran, tal
vez porque ni siquiera yo podía verme, ni mirarme, ni saberme, ni
apreciarme.
Así
que, como de costumbre, hice bien mi trabajo indolente en el que
siempre soy sólo una nube pasajera, y fui transparente en mi sentir,
en mi ser, y delicada en mi presencia, sutil como una pluma blanca
que se desplaza discreta y cautelosa para no ser percibida, para no
molestar a nadie, para ser sólo una suave caricia en la piel de los
que ama, y me privé de ser amada al no ser alcanzada por tu mirada.
Así
llegué hasta ti, así me respiraste como aire que se cuela en tus
pulmones, aire hecho de versos, de poemas construidos desde mis
anhelos, aire puro, frágil, eterno, aire que se desvanece como un
sueño cuando despiertas, aire que se mezcla con tu cuerpo, con tu
alma, y te visita como vaporoso compañero que te ama, te ama y te
envuelve en su fulgor de estrellas exquisitas y fundidas en moléculas
etéricas, confundidas con tu aliento, tragadas y esparcidas para
darte luz, para regalarte el destello que encienda fuertemente la
llama de tu fuego blanco, elevación de tu esencia atascada en el
ensueño de lo ocurrido en los cuentos carentes de un abrazo, en los
tiempos donde amar era el deleite de tu cuerpo, de tu mente, de tu
alma regocijada en los misterios del amor no descubierto.
Eterna
búsqueda no hallada, eterno manto de serpenteantes historias que se
escapan con el tiempo, eterna huida, eterna lucha por hallar la
victoria en el silencio.
Te
miré...
Me
enfrasqué en una danza al ritmo tímido de tu alma, al compás de
tus latidos, girando y girando alrededor de tus ojos, planetas de sol
y luna, luceros de calma y vida, galaxias de mares que cuentan quién
eres con el sonido de las olas, que se ocultan tras los halos
relucientes de las lluvias estelares que se ciernen sobre tu pecho
para anclarse, para dotarte de la capacidad del brillo de la pureza
de tu verdadera esencia encerrada en tu castillo, protegida por el
dragón de la ira, de la rabia, del dolor y del delirio, bestia que
controla los parajes para evitar que alguien te hiera, que alguien
invada tus dominios.
Soy
el caballero andante que se enzarza en la conquista de la dama que se
esconde tras la muralla de piedra, dispuesto a salvarte, a liberarte
del encierro que escogiste abrumado por el desacierto en una ruta
colmada de traiciones incesantes, mentiras delirantes, marcas de
guerra que todavía duelen, y que te apartan de quien eres.
Todo
es falso, todo es invento de la mente, nada de esto es más que el
teatro de este cuento donde tú te escondes, donde te rescato, donde
soy invisible y no te desato, donde no me miras, no me ves y no
entiendes mi relato.
Te
miré...
Pero
vivo en el mundo de los que no se ven, desapercibidos seres que se
muestran como partículas de vapor, ante un ser amado que se muestra
como gota de mar...si tu mundo y el mío fueran el mismo, tal vez sí
nos podríamos amar, pero desde donde yo te miro, tú no me sabrás
jamás...
Te
miré...
Y
cada día te volvería a mirar, sólo para amarte un poquito más...
Mas
si deseas hallarme en algún lugar, besa tu esencia y me besarás,
ama tu vida y me notarás, busca tu alma y me encontrarás...
Vivo
en tu vida, vivo en la mía, soy tu camino y por mí caminas, eres el
puente que marca el paso que invisible transito sin que me percibas.
Arael
Líntley
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