He
extraído de un cajón abandonado todos los recuerdos que tenía
almacenados, como tratando de no perderlos, o de que no me hicieran
más daño. Durante mucho tiempo he creído que lo que vivimos nos
ayuda a crecer, a aprender, pero siempre olvido que las cicatrices
siempre duelen, duelen porque no las dejamos de recordar, aunque no
nos demos cuenta de ello.
La
vida de una persona llena de incógnitas suele ser bastante
incompatible con la normalidad que se anhela en esta sociedad, porque
no se ajusta al conformismo que ello supone, así que la mente juega
a desobedecerlo todo, y la rebeldía se manifiesta tarde o temprano,
aunque intentes permanecer inmóvil ante lo que ves, o quieras seguir
a la mayoría.
Nunca
pensé que yo misma creara esa separación de la que me quejo
siempre, pero era así, mis miedos, mis deseos, mis inquietudes, me
hacían sentir diferente, y eso me distanciaba de los otros,
provocando que un gran abismo me alejara incluso de personas a las
que amaba.
Sin
embargo, era necesario que me entregara a la provocadora tentación
de reconocerme, de buscarme, de conseguir atravesar mis más
profundos temores para así lograr desatarme de mis prejuicios, de
mis absurdos pensamientos coartados y manipulados por todo el
espectáculo de este mundo que apenas sentía y siento real, un mundo al que debía de amar y dejar de despreciar.
Y
los recuerdos, una vez más, han abierto viejas heridas que yo misma
me causé una y otra vez al no saber quién era e intentar parecerme
a lo que se requería de mí.
Las
apariencias son sólo eso, apariencias, y yo no puedo ser sólo eso.
El aspecto físico es sólo la manifestación de una forma que hemos
escogido para poder vivir esta experiencia humana, y no hay que
descuidarla, claro está, sin embargo, tanto nuestra imagen como la
realidad que observamos, es sólo la superficie de lo que somos, de
lo que todo esto es, y si no sabemos quiénes somos en nuestro interior, experimentamos en lo que es sólo una especie de holograma, una
proyección de lo que pensamos, de lo que nuestra mente cree que es
real.
De
pequeña me daba miedo la ciudad, aunque vivía en un pequeño barrio
de Barcelona, donde no había tanto ruido, ni tanta gente, sin
embargo, lo que me aterraba no era el tráfico, ni los edificios, ni
la multitud, sino los pensamientos de los demás. Temía no ser
agradable para ellos, temía ser rechazada, temía que pensaran que
era diferente, temía que me criticaran, que me repudiaran, que me
lastimaran con sus palabras, con sus actos.
Recuerdo
que estuve muy triste durante un tiempo, y en esa época, una buena
amiga me estuvo demostrando que tenía razón en asustarme por los
pensamientos de los otros, puesto que ella misma se encargaba de
recriminarme esa tristeza, condenándome con su poca comprensión,
tal vez sólo no entendía a mi alma, no entendía lo que me ocurría
porque tampoco era capaz de exteriorizar mis sentimientos con la
agudeza necesaria.
En
fin, es la historia de mi vida, la infelicidad provocada por la falta
de empatía conmigo misma, la falta de amor y valoración de mis
propios logros, otorgando más importancia a la valoración que las
otras personas hicieran sobre mí y mis actos. Así que siempre
estuve escuchando calificativos poco favorables hacia mí,
recordándome lo desordenada que era, o la poca constancia que tenía
en hacer aquello que no me apetecía hacer porque no me gustaba, o
reprochándome no querer ceder a lo que iba totalmente en contra de
lo que yo deseaba, o el simple hecho de querer permanecer en
silencio, reservando mis pensamientos para mis pequeños cuadernos de
escritura.
En
realidad no eran más que aquellas sombras que yo no sabía ver,
aquellas que yo misma me recriminaba, aquellos adjetivos dolientes
que yo misma usaba como dagas para herirme, y que me enseñaron a
querer superar mis límites, que por otra parte me había colocado yo
misma. Absurdo comportamiento ése de ponerse barreras a uno mismo y
juzgarse, sentenciarse y castigarse una y otra vez, para después
enfadarse con los que nos agreden con las mismas artimañas.
Y
ésa es la conducta del ego, una estrategia controladora, cargada de
creencias no ciertas, subyugantes, que nos encierran en un círculo
vicioso del cual nos es muy difícil escapar.
Pero
el impulso del alma es fuerte, lo es para los que siempre quisieron
ver más lejos de lo que podían ver, lo es para los que buscaron sin
ceder a las presiones de las limitaciones colectivas, lo es para los
que se preguntaron hasta hallar las respuestas que necesitaban, y que
incluso continuaron cuestionándose aunque no llegaran esas
respuestas, y ese impulso nos mueve con el ímpetu del viento, y nos
conduce hacia lo que queremos, pero no a lo que el ego demanda, no
lo que se ajusta a la estructura de su mundo entrelazado al de los
hilos de las mentes que observan la realidad a través de los filtros
del miedo y la obediencia, sino a lo que de verdad anhela el Alma,
que va mucho más allá de lo que hubiéramos imaginado.
No
existe nada mental que se ajuste a lo que somos como seres, pues
nuestra existencia es infinita, y la de nuestro cuerpo, nuestra
mente, es efímera.
Nuestro
mundo interior, no el mundo que crean nuestros pensamientos, sino el
que ya existía antes de nacer como hombre, o como mujer, está hecho
de pura energía de amor incondicional, y es cuando entramos en ese
mundo cuando podemos vernos, cuando dejamos de sufrir, cuando nos
damos cuenta de que el dolor lo hemos creado nosotros mismos, tal vez
porque lo hemos necesitado para comprender, para crecer, para
aprender a mirarnos con los ojos del corazón.
Y
entonces te das cuenta de que estamos todos buscando amor, porque hay
una parte de nosotros que sabe perfectamente lo que somos y lo que no
somos, lo que es el amor y lo que no lo es.
Algunos
dicen que el ego tiene que morir para poder ser lo que somos, que la
mente debe ponerse al servicio del Ser, esa parte divina que hay en
nosotros vibrando alto, yo sólo sé que morir duele.
Morir
duele, sí, duele cada pensamiento descifrado y desechado,
transformado, siempre que haya sido un pensamiento importante,
enlazado a una creencia firme que estuvo mucho tiempo con nosotros.
Duele la metamorfosis, duele horrores, incluso parece que vayas a
morir físicamente cuando el llanto se apodera de ti rasgando todo lo
que debes soltar y a lo que te aferras por miedo a estar perdiendo la
cabeza. Duele dejar ir lo que creías que era real y dejar llegar lo
que en realidad sí lo es, no porque no te agrade lo nuevo, sino
porque aprendiste a amar incluso aquello que te hacía daño,
haciéndote dependiente de ello. Duele darse cuenta de que amabas a
alguien que no te amaba, porque creías que era alguien que no era,
así que duele también descubrir que te habías engañado y habías creído en algo que tu mente, en un intento más de controlarte, había
inventado para complacerte, para mantenerte en un punto inamovible y
no permitirte avanzar más, evitando así que más creencias se
desvanecieran, desaparecieran, para dar paso a nuevas ideas
creadoras, que no limitaran el avance hacia nuestra verdad interior.
Duele
y nos aferramos con miedo, con desesperación, huyendo hasta de lo
que sabemos, tratando de convencer al corazón de que esa es la
verdad. Y es que la mente juega, juega a que es más sabia que el
alma, incluso juega a que es la propia alma, fingiendo
reconocimientos, habilidades, conexiones, crecimientos falsos que
sólo son ridículos intentos de convencernos de que ya no
necesitamos más transformación, ya estamos perfectos, no tenemos
que trabajar más en nosotros, nuestros pensamientos son correctos, somos maestros...
Pero
el alma sabe que no hay nada correcto o incorrecto, decidir eso sólo
le corresponde al juicio mental que se esconde para que creamos que
estamos hablando y actuando desde nuestra sabiduría del ser. El Ser
nunca juzga, nunca etiqueta, nunca separa.
Así
que morir así duele, desgarra, te destroza mientras sientes cómo
afloran todos tus temores, todas esas mentiras que parecían verdades,
toda la culpa que tanto pesaba, todo el rencor, toda la rabia por los
supuestos errores cometidos, toda la sensación de abandono, de
rechazo, de decepción, de soledad, esa soledad tan profunda y dolorosa que te induce a creer que en este mundo no merece la pena vivir sin amor...
¿Sin amor?, todos buscando amor, todos sintiéndolo en sus corazones, todos sedientos de un poco, mendigándolo, persiguiéndolo, añorándolo, ¿de veras no hay amor? Duele creer que no lo hay, duele tanto que si no tienes a la persona amada junto a ti pareciera que el mundo se ha terminado.
No se termina el mundo, pero te sientes morir, aunque si te haces consciente de ti mismo y de la pericia de la mente, lo que muere es toda esa parte de ti que se está reestructurando,
muere en el sentido amplio de la palabra, muere porque en realidad
sólo se está transmutando, para que se ajuste a tu única y sagrada
Verdad.
Es posible que muramos cada día un poco, pero también renacemos cada día, y es posible que nuestras resistencias a dejar ir lo que no nos pertenece, lo que no somos nosotros, lo que no se ajusta a nuestra verdad, nos lastime tanto que luchemos por no sentir ese dolor y por mantener algo que es insostenible, pero el alma es sabia y las lecciones que nos enseña no son en vano.
Nada es casual, y nada es lo que parece...
La
muerte no existe, no como cree el ego, o la mente, todo es energía
infinita y no cesa nunca de moverse y transformarse, todo está en
movimiento, dentro de la quietud y el sosiego de la perpetuidad.
Arael
Elama
Arael
Elama
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