(Una pequeña anécdota)
Ayer
fui a visitar a una buena amiga que hacía mucho tiempo que no veía.
Para llegar hasta su negocio, donde ella trabaja y donde nos podemos
ver, tenía que tomar un tren y recorrer un trayecto de una hora de
viaje. Estoy acostumbrada a realizar viajes en tren y he descubierto
que puede ser muy gratificante, aunque he de decir que si no tengo
prisa, pues cuando he de llegar a una hora puntual puede ser una
verdadera odisea desplazarme desde mi pueblo hasta la ciudad de
Barcelona.
Afortunadamente
disponía de cierta flexibilidad, había quedado para comer con ella,
pero llegaba con tiempo, justo a la hora de su descanso.
Me
encanta escuchar música mientras viajo, la verdad es que he tratado
de ir leyendo o distraerme con otras cosas, pero la música es lo que
me ayuda a estar relajada y tranquila mientras el tren hace su lento
recorrido.
Volver
a ver a mi amiga fue, como siempre, muy especial, nos conocemos desde
que teníamos seis años y es como una hermana para mí.
Pedimos
comida china y charlamos de nuestras cosas durante horas.
Siempre
que comemos comida china nos sobra un montón y en esta ocasión ella
no quería quedarse con el resto, así que me la dio a mí, como casi
siempre hace. He decir que es una persona muy generosa y que siempre
ha estado ahí cada vez que la he necesitado, así que agradecí el
gesto, aunque yo tampoco deseaba volver a comer “arroz tres
delicias”, no es que esté a dieta, como ella, pero intento cuidar
mi alimentación y no es que crea que ese tipo de comida es la más
saludable, por una vez, vale, pero cenar de nuevo lo mismo no, a mí
me esperaba una buena ensalada en mi casa.
Me
despedí de ella y salí por la puerta de su tienda con la bolsa de
comida en la mano.
- Mis queridos guías, ahora vais a tener que ayudarme a encontrar a alguien que quiera esta comida, alguien que realmente tenga hambre y la disfrute, porque no quiero que se desperdicie. -Digo con mis pensamientos mirando hacia arriba.
Verdaderamente
estaba convencida de que en cuanto encontrara a alguien que me
pidiera una moneda, le daría la comida sin pensármelo dos veces.
Fui
a la estación y esperé a que llegara mi tren.
Estaba
lleno de gente, a esas horas siempre lo está, así que parecía que
iba a tener que ir de pie un rato, sin embargo, al final del vagón
encontré un lugar para sentarme.
Unas
jóvenes de unos catorce años se habían encerrado en el lavabo del
tren, justo a la izquierda del lugar donde me había acomodado.
Estaban gritanto y jugando, maquillándose y riéndose. Me acordé
por un momento, viendo a aquellas muchachas en su mundo, de mi
adolescencia, de las locuras que hacemos cuando somos jóvenes, de
cómo me escondía del revisor con mis amigas, porque nos habíamos
colado sin pagar para ir a bailar a la discoteca.
Me
reí y comprendí a la perfección sus chillidos infantiles y su
comportamiento alocado.
En
ese momento apareció repentinamente a través de la puerta que
separa los vagones, un personaje que me dejó perpleja y que las
asustó por su aspecto y por el golpe que dio la puerta al cerrarse
tras él.
Le
miré pero no hice mucho caso a su presencia, dentro de mí comenzaba
un diálogo de esos en los que, en los dibujos animados aparece un
pequeño angelito y un demonio, discutiendo entre ambos.
- No juzgues, Arael, no juzgues, -dice el angelito- el aspecto no tiene nada que ver con lo que hay dentro ¿recuerdas?
- No le mires, no sabes quién es, puede ser un delincuente, mira su ropa, ignórale -dice el diablillo con su voz irónica.
Sonreí
de verme en esa tesitura, escuchando a mi ego por un lado y a mi
corazón por el otro, como siempre, en plena discusión, mientras
continuaba escuchando mi música.
El
hombre extraño se fue.
Unas
cuantas paradas más y las chicas ya habían llegado a su destino,
junto con un buen número de viajeros, así que me quedé
prácticamente sola en esa parte del vagón.
Entonces
el personaje que había alterado a mi pequeño diablillo apareció
con un perro y con un compañero.
El
perro se estiró junto a mí y su compañero me miró desde el otro
lado del vagón, sentado a mi izquierda, haciendo un gesto gracioso y
sonriéndome.
- Le he caído bien al perro y parece que está a gusto -le digo al chico que acompañaba al hombre extraño.
- Sí, parece que sí -me contesta con acento francés.
Acto
seguido el perro se levantó y se fue y el amigo de atuendo raro se
sentó en frente del francés.
Era
realmente un hombre muy peculiar. Rastas en el pelo, barba larga,
ojos azul intenso, pearcings en el labio y en la lengua, una camiseta
bajo una camisa a cuadros, unos pantalones brillantes ajustados y una
mini falda con vuelo, de volantes, azul con florecitas. Zapatillas de
deporte y unos calentadores pequeños de color rosa.
Su
manera de hablar era también muy singular.
Y
mi diablillo seguía ahí, hablando y hablando.
- No les mires, puede que te agredan, no les mires.
- Son personas como tú, Arael, y además tienen hambre, seguro que a ellos puedes darles la comida china -me dice mi angelito.
- ¡Sí, eso es!, ¡a ellos les puedo dar la comida!, pero ¿realmente tendrán hambre? -me digo a mí misma escuchando a esa vocecita interior.
Esperé
un poco más, tenía que saber quiénes eran esas personas, ya habían
llamado mucho mi atención, pero seguí con mi música, mientras el
hombre de barba y atuendo extraño se fue a hablar con una chica que
estaba sentada detrás de mí.
El
francés me miraba cada cinco minutos y yo lo notaba, pero estaba
inmersa en mi música, a la espera de que me dijera algo, pues sabía
que lo haría.
Entonces
lo hizo, me habló.
Me
quité los auriculares para escucharle, pero me hablaba en su idioma
y no le entendía, sé algo de francés, pero su acento era muy
cerrado y el tren hacía mucho ruido, así que no le entendía nada.
Me
mostraba sus manos y me hacía ver dos dedos de cada mano, pero no
comprendía nada ¿qué querría decirme?
Su
amigo entonces empezó a traducir lo que decía.
- Hoy es su cumpleaños, hoy es veintidós, y cumple treinta y un años. -Dice su amigo el de las rastas.
- Ah, pues felicidades -le digo yo.
- Gracias -dice el francés.
Volví
a mi música con mis auriculares, pero el francés continuó
intentando llamar mi atención, así que de nuevo me quité los
cascos para escucharle.
- ¿Tienes una moneda? -me dice.
- No -le contesto- pero tengo comida china, ¿la quieres?
El
hombre me miró sorprendido e inmediatamente me contestó que sí.
- Pues aquí tienes dos raciones de arroz y una de ternera con salsa de ostras, además del pan de gambas, menú para dos -le dije sosteniendo la bolsa en el aire para que la cogiera.
- ¡Yo soy el segundo que come! -grita de pronto el hombre de las rastas detrás de mí, mirándome con una gran sonrisa.
Yo
me empecé a reír, lo del menú para dos lo había dicho a
propósito, para que lo compartiera con su amigo, pero no me había
dado tiempo a decirle yo misma que también era para él. Era un
personaje verdaderamente insólito.
Se
sentaron juntos a mi izquierda y comenzaron a comer con un hambre
atroz, usando el pan de gambas como cubiertos.
Me
sentía reconfortada al ver que ellos realmente tenían hambre y
estaban disfrutando de la comida.
- Estaba pensando en llegar a casa pero allí sólo tengo patatas, gracias por el menú -me dice el hombre de la barba.
- Muchas gracias -me dice el francés rubio de ojos claros.
- De nada, ¿no es tu cumpleaños? -le digo para darle a entender que es un regalo.
- C'est vrai!! -me dice -gracias, muchas gracias.
- De nada, de verdad, no hay de qué, yo no me la iba a comer, así que mejor que la disfrutéis vosotros.
- Muchas gracias. -me vuelve a repetir el francés.
Terminaron
la comida en un momento y entonces el muchacho rubio introdujo su
mano en su mochila para extraer una sencilla y humilde flor blanca,
hecha de papel y alambre. Se puso de pie y se acercó a mí, me hizo
una pequeña reverencia y me la entregó con un gesto tierno que me
llegó al corazón.
- Muchas gracias -le digo. -¿Cómo te llamas?
- Sebastian -me contesta.
- ¿Y tú? -le pregunto al hombre desaliñado- ¿cómo te llamas?
- Me llaman el Botella -me contesta con esa expresión que todavía dibuja una sonrisa en mi rostro.
- Mucho gusto.
- Igualmente.
Sonreí
y realmente me sentí plena.
Llegamos
a nuestro destino y bajamos del tren, cada uno por su camino, cada
uno a su casa.
- Gracias guías -pensé mirando hacia arriba de nuevo -gracias por darme la oportunidad de vivir una situación tan especial, por haberme mostrado mis debilidades, mis miedos, mis prejuicios, y por haberme demostrado que todo eso no son más que tonterías de ese diablillo torpe que a veces se cuela en nuestros pensamientos, el ego.
Llegué
a casa muerta de cansancio, dispuesta a escribir esta historia, y a
prepararme esa ensalada tan rica que me estaba esperando.
Las
cosas que me pasan en el tren en ocasiones son así de insólitas, no
es la primera vez que puedo explicar algo así. En una ocasion,
un desconocido me pidió mi número de teléfono para conocerme,
decía estar impresionado por mi presencia, pero ¿quién le da su
número a alguien que no conoce?. Esa es la pregunta de ese diablillo
desconfiado, ese ego que siempre me dice que hay intenciones ocultas
en alguien que sin saber quién eres se muestra tan interesado en ti,
sin embargo, muchas veces ese ego no tiene razón...
Eva Bailón
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